Mi book de fotos...Para que nunca me olvides.

martes, 14 de febrero de 2012

Hoy es un hermoso dia para un cuento de terror...


LA SOMBRA DEL LAGO
por VICENTE MARTI

Y está escrito que quien vea al dios no morirá,
dormirá junto al lecho del inmortal velando su sueño
y llorará y despertará cuando Él despierte,
cuando vuelva para arrastrarse sobre la superficie de la tierra

La historia que cuento en este viejo cuaderno (que ya estaba en un penoso estado cuando lo encontré a mi lado nada más despertar) puede no ser creída jamás por nadie, o puede que quien la encuentre la deje, horrorizado, en el mismo sitio donde la encontró. Tal vez este amasijo de hojas amarillentas no será encontrado jamás por nadie (si es que queda alguien para poder hacerlo). Pero yo tengo que escribir estas palabras... lo he de hacer porque es el único medio que se me ocurre para purgar las culpas de mi atormentada consciencia: No pude parar aquello que pasaba en este pueblo y solamente puedo intentar avisar a los demás de la maldad que aquí impera.
Puedo jurar que he sido testigo de extrañísimos ritos, algunos de los cuales son anteriores a la venida de los propios romanos, pero jamás he visto ninguno que lo fuese tanto como el que presencié en el pueblo de Satoigne, ni ninguno tan terrorífico como el que (por desgracia) conocí aquí.
***
El tren traqueteaba por entre el montañoso bosque plagado de resistentes coníferas de un verdor vital (pese a que estábamos en Otoño) y también de otro tipo de árboles que mostraban su debilidad con el enfermizo color de las efímeras hojas que aún no se había llevado el viento. La ventana del compartimento era el único medio que me permitía huir de la incómoda situación que se daba en mi vagón.
Todo parecía marchar bien con mis compañeros de viaje al comienzo del trayecto, pero cuando pasamos de largo la última estación, los pasajeros que ocupaban los demás asientos del compartimento empezaron a mirarme con una escrutadora curiosidad que me incomodaba bastante.
Ahora sé porqué...
Aquellos viajeros: dos hombres y una mujer vestidos al estilo de los labradores de final de siglo, iban al mismo sitio que yo. Lo supe entonces porque en el programa de la estación no había ninguna parada más después de la mía (donde el tren cambiaba de dirección de vuelta a la ciudad). Entonces me fijé en ellos, piel curtida por los elementos (cosa que evidenciaba su trabajo en el campo) pero cuyo tono de palidez, aderezado con la cualidad casi transparente de la piel de su cuello (el cual parecía querer mostrar al mundo el color de sus venas) te hacía inclinarte hacia pensamientos de sospecha e intranquilidad. Además, era increíble la oscuridad casi anormal de sus ojos y el parecido de sus rasgos.
Al mirar sus rostros, que incluso podrían haber pasado por afables si no fuese por aquellos crueles ojos que rompían cualquier posibilidad de encanto, con su expresión casi acusadora, recordé la mirada de reproche de mi padre cuando de pequeño hacía alguna jugarreta. Pero no... la mirada de mis fortuitos compañeros de viaje era mucho más seria... como si la jugarreta hubiera dejado de serlo y se hubiese convertido en un crimen.
Aquella forma de mirar me obligó a volver de nuevo al refugio que suponía la contemplación de las "siempre" vivas hojas del abeto y de esos otros pelados árboles que surgían de la tierra como si se tratara de los postes telefónicos de mi ciudad.
El resto del viaje lo pasé mirando estas cosas propias del paisaje de montaña al que yo estaba tan desacostumbrado, y no moví la cara de la ventana hasta que llegamos a la estación ferroviaria de Satoigne: A veces, pensaba yo entonces, es mejor no hacer caso de ciertas actitudes... pero de ningún modo podía yo dejar de ponerme nervioso, porque notaba los ojos de los tres, clavados en mi nuca todo el tiempo.
Cuando se detuvo el tren fui más que rápido en bajar. Salí del compartimento sin girar la cabeza para despedirme de aquellos extraños: no quería tener que volver a ver aquellos ojos. Y no lo haría (o al menos eso esperaba yo).
Cuando dejé atrás las escaleras de hierro que bajaban desde el piso de madera del tren estaba bastante alterado. Pero mientras iba hacia el departamento postal (donde había quedado con mi primo Gerard) la preocupación fue diminuyendo hasta que llegué a pensar que lo que yo advertía como un comportamiento extraño y casi hostil no había sido más que una repentina paranoia mía.
Cuando llegué a la puerta del "Departamento de Correos" ya casi me había olvidado de todo aquello.
Dejé mi equipaje en el suelo y traté de encontrar a mi primo entre la gente. Me sorprendí al ver tanta gente en la pequeña estación de aquél pequeño pueblo que siempre había sido Satoigne. Pero el hecho de que el margen de la vía estuviese lleno de personas cargando largas piraguas en el vagón de equipajes me tranquilizó: Las carreras en el "Lago de Satoigne" eran de sobra conocidas en toda la región.
Mientras yo esperaba, el tren se puso en marcha, lleno de gente que haría el viaje de vuelta, pasando por las estaciones que yo había dejado atrás. Ojalá hubiera estado yo subido entonces en aquél tren...
Entonces le vi, corriendo entre el resto de la gente que había quedado en la estación y que ahora miraban el tren repleto de la gente a la que habían ido a despedir.
- ¡Eduardo! - me llamó Gerard al tiempo que esquivaba a un funcionario de correos cargado de paquetes.
Sonreí y levanté los brazos para que se diera cuenta de que ya lo había visto.
Entonces me acordé (como hago ahora) de nuestra infancia y de cómo nos habíamos ido separando todos a lo largo de los años, para vernos sólo de vez en cuando en algún acto señalado (como en el funeral de la abuela).
Tras el reencuentro, cogiendo una maleta cada uno tomamos el camino hacia "Nuevo Satoigne", que era la zona donde vivían mi tía y sus hijos. Una bonita zona de caserones ideales para pasar el verano y los comienzos del otoño, que había sido edificada tan sólo unos veinte o treinta años atrás.
Me di cuenta mientras comenzábamos a andar que el municipio estaba dividido en dos: las tierras más planas y cercanas al lago (es decir la parte del valle), que formaban el "Viejo Satoigne", con casas viejas y calles estrechas (como las de los barrios judíos del medioevo); y por otro lado las tierras más elevadas, donde no había ninguna huerta demasiado grande ni nada de eso, conformaban estas tierras una zona plagada de árboles y de enormes casas que casi podríamos llamar mansiones. Desde la estación de trenes se veía la parte baja del pueblo y, mirando aquellas huertas y aquellas viejas casas grises me acordé de pronto de los tres labradores que me habían acompañado durante parte del trayecto.
Entonces, un presentimiento se introdujo en mi cabeza. Me volví a mirar hacia las vías del tren... allí estaban los tres, de pie, con sus vestimentas inmóviles (pese a que el viento soplaba con cierta fuerza y el frescor típico de la montaña por esas fechas).
Allí permanecían mirando como andaba al lado de mi primo... y su mirada me recordó de momento ciertas pesadillas de mi infancia, porque aquellos ojos que antes eran fríos e inquietantes ahora estaban teñidos con un tono de maligna crueldad.
El sudor frío característico del miedo incontrolable me acompañó todo el camino hasta la casa de Gerard.
***
La cena de aquella noche en casa de mi tía me tranquilizó bastante, pero no pude quitarme de la cabeza el recuerdo de aquella mirada. No es que sea supersticioso (al menos no lo era... antes) pero los hechos sucesivos que constituyeron aquél día de viaje me afectaron de manera que no podía dejar de tener, si no miedo, si una cierta sensación de inquietud.
Pese a la alegría de mi familia, era consciente de que algún tipo de sombra se cernía sobre aquél pueblo, y tal vez sobre mí también. Pero la última cosa que yo quería hacer era preocupar a mi tía con problemas que parecían ser malas pasadas de la mente, y sobretodo cuando el motivo de mi visita era la todavía reciente muerte de mi tío Gerard.
Así que me fui a dormir temprano, acompañado por mi primo...
- Procura pasar buena noche ¿De acuerdo'?
- Descuida. Buenas noches.
El sonido de la puerta de madera... Me pareció como si viniera de afuera de la habitación... de la parte exterior de la ventana que por el día dejaba entrar la luz a la estancia pero que por la noche se convertía en un cuadro de la más detallada negrura que existe en el mundo. Las paredes de la habitación de invitados estaban muy bien empapeladas, con un decorativo motivo a rallas blancas y granates que seguramente hacía mucho tiempo le daba al lugar un cierto tono de distinción, pero que ahora ofrecía una sensación de vejez y solemnidad remarcada por las grietas añadidas por la humedad y el tiempo.
Me puse a pensar en lo viejo que debía ser el pueblo... al fin y al cabo la casa de mi primo (que fue una de las primeras en construirse) no debería tener más de treinta o cuarenta años... Entonces, ¿Cuántas grietas deberían haber en las paredes de yeso y fango del Viejo Satoigne?
Con aquél desalentador pensamiento me decidí a meterme en la cama, cuando de repente creí sentir un fuerte (si bien corto) resplandor que venía de afuera. En lugar de ir apresuradamente hacia la ventana, decidí apagar la luz (una pequeña lámpara de aceite que me dejó Gerard) y sentarme frente al cristal, que, pese a ser transparente parecía negro como el tizón.
La segunda vez que la luz atravesó el cristal, rompiendo la oscura paz del interior de la habitación, no me lo pensé dos veces. Abrí la ventana con más bien poca delicadeza y saqué medio cuerpo al frío de la noche: con la pierna derecha tratando de aferrarme al piso de la estancia y con el pie izquierdo tanteando la pared en busca de cualquier grieta que me permitiera afianzarme para comenzar a bajar por la cañería. Aunque ésta estaba algo vieja y pese a lo fría que estaba (tanto que las manos comenzaron a dolerme) conseguí aferrarme a ella con seguridad y bajar hasta el suelo.
***
Sombras... todo lo que alcanzaba a ver eran sombras: sombras de árboles, la inminente sombra de la casa, sombras de piedras en el camino... Pero destacando por su antinatural oscuridad entre aquellos débiles reflejos de luz, había una figura en pie, en medio de ningún camino de ningún sitio, pero que saturaba mi atención.
Sin saber muy bien porqué me dirigí hacia donde (no) estaba aquella figura, y ésta empezó a moverse hacia un sitio que yo no podía intuir pero, y sin saber cómo me dediqué a seguirla. Más tarde me di cuenta de que la sombra no era más que un efecto de mi imaginación (una falsa proyección emitida en mi cerebro y que me había engañado a mí mismo) y recordé las leyendas sobre los fuegos fatuos del pantano: Los guías de la muerte. Pero una sensación de seguridad muy fuerte sustituyó a la sombra en el papel de guía, y entonces me di cuenta de que había algo (o alguien) que quería que yo llegase hasta un sitio hasta el que yo ansiaba (sin saberlo) llegar.
Como una mancha gris en medio de un cuadro negro pasé por entre las vías del tren. Mis pies hacían crujir las piedras entre los raíles, y mis nervios aumentaban según me iba acercando a mi destino.
Allí, a la pálida luz de la luna llena, que se asomaba tímidamente entre las nubes que cubrían el cielo, estaba el pueblo de Satoigne... la villa que siempre había sido Satoigne, no aquél conjunto de casas casi nuevas edificadas en la falda de la montaña.
Al fijarme, vi luz en el interior de una de aquellas casuchas rodeadas de pútridos huertos de salud un tanto dudosa. Al acercarme me arrastré sobre la húmeda tierra de una de aquellas zonas de cultivo (que, curiosamente, no parecía haber sido trabajada desde hacía años) y conseguí llegar junto a la ventana de donde venía la temblorosa luz, arropado por las inescrutables sombras del huerto.
Se escuchó el quejoso gemido de una puerta vieja abriéndose en la casa. Una débil luz amarillenta y más bien tenue invadió parte del patio trasero (donde yo me encontraba entre las plantas) llegando a lamer la leprosa superficie de las hojas más cercanas a la casa. Lo que me obligó retroceder hasta donde las sombras me permitían pasar inadvertido. Entonces, un grupo de gente, vestidos de labradores, pasaron frente a mi escondite arrastrando los pies.
Cuando el primero de ellos se acercó lo suficiente lo escuché: un murmullo callado en sus labios, una canción entonada en voz baja que no había sido inventada ni entonada jamás por ningún ser humano corriente, una canción antigua como las estrellas que te hacía rememorar la oscuridad y la más muerta quietud que se puedan imaginar. Los demás también entonaban aquél son, con los ojos muertos y perdidos; con los rostros impasibles, como si no existiera nada de interés en lo que los rodeaba. Entonces pensé que tal vez no hacía falta esconderse, que tal vez ni siquiera mirarían... pero el miedo que me estrujaba el corazón no me dejó ni la opción de plantearme comprobarlo.
Aquella tétrica procesión caminó entre árboles grises que a la luz de la luna parecían muertos, entre grises piedras, entre arbustos grises... Siempre entonando su canción (que sin embargo nunca era la misma). A medida que nos acercábamos a nuestro objetivo ésta era cantada con mayor fuerza y convicción por los componentes de la marcha. Llegó un momento en que mis piernas temblorosas casi no podían caminar, ojalá me hubiese detenido y hubiera perdido de vista a aquél estrafalario grupo.
Pero seguí, continué persiguiendo la pequeña luz por la que se orientaban (aunque ahora dudo de si realmente necesitaban orientarse) hasta percatarme del sitio adonde se dirigían los pasos del guía del grupo. Me hice consciente de pronto del impresionante olor a humedad y de la leprosa putrefacción que invadía el bosque cuando pasábamos, una putrefacción reflejo de la esencia oscura y enfermiza de los "hombres" que iban delante de mí.
Súbitamente, como por la existencia de una acantilado inexistente, el imaginario camino que seguían los miembros de la procesión se cortó. Y todos los enlutados habitantes de Satoigne se detuvieron en el linde mismo del bosque, justo en el lugar donde el suelo era ya de arena blanca... en la orilla del profundo y oscuro lago de Satoigne.
Me di cuenta en ese preciso momento de que los hombres y mujeres que había seguido estaban casi totalmente rígidos, cosa que no me sorprendió demasiado porque me había fijado en su forma de caminar, con pasos arrastrados y evidenciando una descoordinación que, fuera del tétrico contexto de su alrededor, habría parecido incluso cómica. Pero su estática posición me ponía nervioso, y entonces pensé cuan estúpido había sido saliendo de la casa sin avisar a nadie (y más siendo mi objetivo seguir a estos pueblerinos en su paseo por el bosque).
Las figuras que más cerca estaban de la orilla, lamida por olas que antes no había advertido, sacaron algo de entre sus ropas para después lanzarlo lo más cerca posible del centro del muerto estanque.
Aquél lago no había tenido nunca pesca (que yo supiera), pero en aquellos momentos el agua hervía como si hubieran miles de salmones alborotando su superficie. Las repentinas olas que se alzaban a más de medio metro de altura desde el centro del lago me hicieron sentir un miedo y una sensación de monumental antigüedad... el lago negro en el lecho del valle y la luna blanca en lo alto, redonda, hoy como hace miles de años al comienzo de la tierra...
Cuando la última mujer se disponía a lanzar el correspondiente (sacrificio) objeto al lecho del lago creí ver algo a la luz pálida del satélite lunar: una advertencia que la reina de la noche me dedicaba para que no me acercase más a aquella gente ni a su pueblo... En el momento en que la mujer alzó su mano aferrando aquello, un reguero de sangre ennegrecida bajó por su pálido antebrazo descubierto, perdiéndose bajo la manga derecha de su vestido.
Sacrificio...
Entonces me di cuenta del cruel hecho que antes no había querido ver, ahora tomaba consciencia de que aquellas personas no iban al bosque para recoger setas... y yo estaba en medio de aquel rito, tal vez satánico, que osaban realizar en el pueblo desde Dios sabía cuando.
Pasada la locura inicial (fruto de no sé qué posible influencia mental) decidí volver a casa de Gerard...
Un sentimiento de miedo añadido al nerviosismo que me causó percatarme de mi situación me dominó.
Ya decidido a marchar hacia la parte alta de Satoigne, miré durante un ínfimo instante al lago. Ya se había calmado y estaba libre de todo tipo de olas o irregularidades en su superficie, que ahora permanecía estática y completamente lisa. La sensación que invadió mi mente destruyó de pronto toda la coherencia empírica que antes de aquella noche me caracterizaba: la certeza de mi infinitamente minúscula importancia frente al enorme océano que representaba el mar interminable del tiempo. La sensación de ser observado por la antigua luna, que ya estaba allí arriba mucho antes de que el hombre caminase completamente erguido, incluso antes que los dinosaurios caminasen por donde ahora se alzan ciudades como París o Barcelona.
Pero en aquel momento, mientras yo miraba aquel ancestral lago, sentí un ruido similar al que haría alguien arrastrando los pies detrás de mí...
Después de perder completamente la consciencia caí en un sueño intranquilo, con una sensación de vértigo que aún hoy, mientras escribo en este amarillento papel, persiste en mi cabeza. Era como si me viese cayendo en el remolino incesante del tiempo, recorriendo con mi inconsciencia el pasado: tratando de llegar a un momento y a unos recuerdos tan impactantes que luchaban en el Todo por ser comunicados.
***
Temblaba. Aquella noche hacía frío. Sabía que era de noche porque la luz del sol no se reflejaba en las piedras del fondo del río. Pero yo ya no miraba nunca al lecho de arena y piedras redondas, yo, y los compañeros que nadaban conmigo, tan sólo teníamos ojos para mirar hacia delante, hacia aquel destino tan incierto (pero que tan fuertemente nos atraía). Un destino para llegar al cual remontábamos el río saltando, y luchando contra la fuerte corriente... corriente que procedía del lugar que nosotros ansiábamos alcanzar.
Algunos de los que nadaban a mi lado al comienzo del viaje ya habían muerto de cansancio, pero eran muy pocos y ya los habíamos dejado atrás, ya no eran más que un nebuloso recuerdo ya no importaban...
No recuerdo demasiado bien esta parte del sueño, pero me sorprendió mucho el hecho de que no podía comprender la realidad como un ser humano, sino que simplemente tenía en la cabeza un almacén de imágenes, de recuerdos aislados y distanciados por una oscura bruma... Sólo importaba nadar, nadar hacia delante, hacia arriba y siempre contra corriente.
La corriente, que cada vez era más débil, me resultaba bastante agradable... Nadar contra corriente era el ejercicio que ansiaba realizar, parecía como si hubiese nacido y crecido para hacerlo bien en aquel momento de mi vida... Lo que no me planteaba mientras recorría el río dulce y vivo que constituía mi camino era la posibilidad de no tener adonde ir después de haber alcanzado mi meta.
El agua del río era clara, totalmente clara y cada vez más fría... pero al pasar determinada ensenada sentí una afluencia diferente, más cálida pero con un sabor de estancamiento que me desagradó al momento... si bien a pesar de que el agua que provenía de aquél sitio donde el suelo sería tan insalubre me repelía bastante, traté de encontrar el origen de la corriente: el pútrido afluente que traía esa agua a mi río.
Entonces, tras un dique de cañas y madera (que dejé atrás con un potente salto, arriesgándome incluso a caer fuera del margen fluvial) encontré el lago, en el que me hundí como una piedra tras mi corto vuelo.
El agua allí estaba teñida de un ligero tono mostaza, y numerosas partículas de algas muertas invadían el volumen líquido (mortífero para mis branquias). Comencé a sentirme muy mal, las aletas no hacían caso de lo que mandaba mi cerebro y noté cómo mi piel perdía consistencia e iba despegándose del resto de mi cuerpo... de los tendones y de los músculos, dejándome progresivamente "desnudo" entre las aguas pútridas que me rodeaban.
Dejé de nadar, solamente podía dejarme llevar por las caprichosas corrientes, tan leves como caricias empalagosas... como las caricias de la muerte.
Durante mi vagar entre restos de algas, y sobre las muertas plantas amarillentas que tenían aquél tono enfermizo tan característico del clímax del lago, seguí notando la precipitada degradación de mi ser. La verdad es que no dolía, como si hubiese nacido para tener un final similar a aquél, pero estaba perdiendo la vida demasiado rápido, y algo en mi instinto interior me decía que eso no era normal... Mis ojos se abrían cada vez más a pesar de no ver casi nada, me quedaba ciego, pero mi soñada enfermedad no me iba a librar de ver, entre las deformaciones de una ¿niebla? antinatural, la horripilante figura de aquel ser.
Aquello estaba rodeado por una especie de tinte de color mostaza apagado, como si de ese cuerpo muerto que alguna vez "caminó" sobre la tierra se desprendiese toda la peste y putrefacción que correspondía a ese ser: ese ser que, pese a estar muerto, no lo estaba y que aunque estuviese ahogado siempre respiraría.
La indescriptible figura de aquél ente era completamente horrible. Recorriendo la "bruma" amarillenta (sin quererlo, pero sin poder evitarlo) descubrí detalles del monstruo - dios del lago que jamás cualquier humano podría representar en palabras... porque no hay palabras para narrar lo indefinible, no para aquello que no debiera existir en ningún lugar de nuestro cosmos.
Vi los tentáculos (si se puede llamar así a los apéndices orgánicos que surgían de su cuerpo) que surgían de entre las muertas algas (las cuales o bien estaban muertas o bien formaban parte de la dimensión material de ese monstruo), la escamosa piel del dios del lago, corruptos tubos cuales venas grises que eran balanceadas por las decrépitas aguas del ancestral estanque.
Y admiré, con notable repugnancia, miedo y humildad, a la figura muerta del lecho del lago... cuando, de pronto, en el lugar más insospechado, se abrió un negro ojo sin color ni luz...
***
Me desperté aquí, en la habitación donde ahora estoy recostado contra la pared, una pared vieja, gris y repleta de manchas verdes de humedad. Aquí tomé consciencia de que no estaba muerto y de que todo aquello había pasado (incluido el sueño, que no era tal, sino que eran recuerdos de alguien o algo pero que ahora formaban parte de mí de igual modo que mi infancia y todos mis restantes recuerdos).
Ahora miro por la ventana de esta habitación y reconozco (aunque con cierta dificultad) el lugar donde me encuentro: el mismo sitio que siempre fue y siempre será Satoigne (pese a que no se vea ya la vieja villa). Ahora no queda ningún huerto, ni gente, y del pueblo nuevo solo se advierten restos de edificios, mientras que el valle ha desaparecido por completo.
Incluso han desaparecido las montañas. Y todo lo que ahora puedo ver desde la ventana es una serie de colinas arenosas donde antes habían rocas y afilados picos.... Un desierto (seguramente milenario) coronado por un sol frío, violáceo, que no tardará demasiado en extinguirse. Pero en medio de la escena que contemplo desde este vano sin cristal que antes formaba parte de una vivienda humana está el lago de Satoigne, en el fondo del cual aún hoy vive en muerte la entidad que duerme soñando el día en que volverá a caminar de nuevo...
Ahora tengo frío y supongo que lo que ahora veo son alucinaciones, productos de mi locura... Pero aunque sé que digo la verdad al decir que nadie vive ya en estos parajes (ni en ningún lugar de la tierra) aún espero que alguien encuentre lo escrito en este viejo, podrido y húmedo cuaderno.





LA TRAMA MACABRA
por RAIMONDO GUSTAVO



El hombre se encontraba solo en su habitación, como era costumbre en los últimos 12 años, desde que su esposa falleció. "Su caso es terminal; sólo es cuestión de días, tal vez unas pocas semanas" –le informó el oncólogo– Su resignación tardó en llegar, pero llegó y se convirtió en rutina, al igual que su trabajo como encargado de la estafeta postal número 21 de Barracas. Los dolores articulares siempre, musculares a veces y óseos esporádicamente, le recordaban a diario que su retiro estaba próximo.
Se acomodó en su sillón favorito, apoyó los pies sobre el viejo taburete y, con el control remoto bajo su mando, comenzó a barrer la pantalla televisiva buscando alguna película que lo distrajese, al menos por un breve lapso, de la tortura diaria de soportar su asfixiante soledad.
Se detuvo en el canal 39, no porque la escena lo atrapara, pues la película estaba empezada, pero sí por su música. Era orquestada, con acordes que denotaban suspenso. En la pantalla, la sombra se recortaba contra los muros gastados del edificio. Su andar era pausado pero firme, aquella figura siniestra era el condimento ideal para esa música que crecía en intensidad; sus acordes inspiraban miedo y desazón. De pronto, al cruzar un callejón iluminado, esa diabólica efigie dejó ver su rostro. Fue un instante que bastó para que el hombre se sobresaltara de terror. Sin duda, la escena lo había atrapado.
Se sintió inquieto, con un cosquilleo interno que le provocó un escalofrío breve y molesto. Aplastó con fuerza su espalda en el sillón, como si quisiera introducirse dentro de él buscando protección, bajó los pies del taburete lamentando no haber visto la película desde el inicio y observó inquieto como aquella criatura del espanto se introducía por un oscuro pasillo hasta llegar al pie de una  escalera en forma de caracol.
Nada hacía prever el desenlace. ¿Que oscuro propósito perseguía aquél ser abominable?
Su ascenso era acompañado por estruendosos golpes de tambor. Un peldaño, dos... quince, primer descanso; Un peldaño, dos... —el sonido del tambor lastima los oídos—, quince, segundo descanso. La música hace un giro violento. Es, sin duda, aterradora. La figura se interna por el corredor en busca del último cuarto. En su trayecto extrae un cordel de un bolsillo interno y lo sostiene de uno de sus extremos. En la pared débilmente iluminada, se ve claramente como vivorea aquél elemento al compás de su andar. De pronto, música y figura se detienen. El silencio invade la escena y la habitación; su pulso se acelera, ansía el final, no soporta un minuto más de suspenso. ¿Y ahora qué? — Se preguntó —. En un acto inesperado, aquél malévolo ser arremetió contra la puerta con una estruendosa, certera y destructiva patada. La madera cedió. La música acrecentó su intensidad hasta lo intolerable. El hombre estaba absorto, lleno de pánico, observando, a través de la hipnotizadora pantalla, cómo  la figura entraba en la habitación. Ahora son las dos manos las que sostienen tensamente el cordel asesino. La trama se aclara y el desenlace es obvio y quizá, hasta previsto.  La cámara que todo lo capta  se ubica por detrás del asesino, permitiendo observar que en el otro extremo, ajeno a cuanto acontece, de espaldas al intruso,  se encuentra un hombre sentado en un sillón ejercitando la sana, familiar e inofensiva costumbre de mirar  televisión.

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